En primer lugar, los bares están para sentarte delante de una servilleta con un lápiz y esperar que acuda en tu ayuda la luz del Espíritu Santo. Cuando la luz del Espíritu Santo no se enciende, entonces los bares están para mirar el tráfico a través de la ventana, auto por auto, hasta llegar al infinito.

Los bares, en segundo lugar, existen para que la barba pueda crecer como Dios manda y para tamborilear con los dedos como hacía Lee Marvin cuando ligaba dos ases y un caballo.
Los bares están para controlar la exactitud del tiempo que se va a través del reloj que hay sobre la caja registradora y también son indispensables para ir al baño atravesando pasillos interminables con lámparas agotadas.
En tercer lugar, los bares están para esperar. Toda la vida. Algunos están hechos a la medida para jugar al ajedrez, para leer el diario, hablar por teléfono o atarte el cordón de los zapatos. Eso en cuarto, en quinto y sexto lugar.
En séptimo están los que no bien te ven llegar empiezan a tocar tus canciones favoritas. Conozco un bar que se gana la vida tocando el mismo disco de Caetano Veloso: Así / es / co / mo / se / e / na / mo / ra / tu / co / ra / zón / con / el / míooo.
Y, para terminar, están los bares que están donde tienen que estar porque siempre se los necesita. ¡Oh!, ¿cómo era ese cuento de Hemingway? Ése del tipo que estaba sentado en un bar y era la una y no se iba y eran las dos y no se iba, y entonces el mozo viejo le decía al mozo joven:
–Dejalo, no le digas nada, no necesita más que un lugar para estar solo, un lugar caliente,
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